16 mar 2009

Poster Boy.

¿Quién no ha pintado bigotes y gafas en el terso rostro de una modelo que anuncia unas medias irrompibles en la última página de una revista semanal? Evitar la tentación de transformar en un collage único lo que se exponía como una comercial estampa mediática y universal cuando se tiene un bolígrafo en una mano y una publicación en la otra, es tan difícil y poco habitual como reprimir la llamada agónica de un mando a distancia huérfano en el brazo de un sofá. Pintar bigotes y gafas es una pulsión propia de esta sociedad donde el papel impreso ha perdido todo el respeto que antes, no siempre con razón, mantenía alejados a los atemorizados usuarios. Pero claro, esto no es Arte.

Para que así lo fuera, tendríamos que tener la intención previa de hacernos con un bolígrafo para pintar los bigotes con el objetivo de transmitir un sentimiento o una idea, que fuera más allá del “mira la modelo, qué majica… solo me falta mellarle los dientes”. (De todas formas, seguro que provocará más risas que las viñetas de humor gráfico que se incluyen en la revista original.)

Aquí es donde entra Poster Boy, el sobrenombre de un artista (o varios) que se ha convertido en el bastión de un movimiento artístico denominado antipublicidad y que se ha extendido por las calles y el metro de Nueva York a golpe del cúter con el que rasgan y transforman los carteles publicitarios que empapelan la ciudad. Este movimiento es altruista y pretende denunciar el acoso visual al que se ve sometido el paseante por las campañas de marketing que toman la calle como soporte.

La idea, en sí, me parece fantástica en su limitación. Aunque el resultado estético es más que discutible, la labor de denuncia ha sido de lo más efectiva, puesto que imágenes con estos collages han sido difundidas más allá de la ciudad neoyorquina por los grandes medios de comunicación.

Sien embargo, algo lógico en esta sociedad pacata donde moverse más allá de los rígidos límites establecidos por el merchandising, se ha sobredimensionado el tema, para hacer de este movimiento un icono de la transgresión de esta década inicial del siglo XXI, como lo fue el graffiti en el XX o el impresionismo en el XIX.

Que la denuncia de la contaminación visual provocada por la publicidad en una ciudad como Nueva York (cuyo lugar de referencia es Times Square, precisamente por esa masificación en los mensajes publicitarios), se convierta en un icono… cuanto menos, me chirría. Puede que me quede en la corteza del asunto y que mi mirada crítica y siempre demagógica ante los fundamentos básicos de los movimientos de denuncia que son respaldados por los medios de comunicación de forma generalizada, me haga sospechar de que esto no es otra cosa más que un bluf artístico y, lastimosamente, social. Mientras nos quedemos con la boca abierta atendiendo a las variaciones que de los carteles se van haciendo, no nos centraremos en otros problemas más acuciantes. Como lo es, por ejemplo, la efectividad de esas mismas campañas publicitarias que empapelan nuestras ciudades. Porque, ¿cuántos de los ciudadanos que están a favor de los collages de Poster Boy pueden decir que nunca han consumido un producto solamente impulsado por la publicidad ingerida anteriormente?

El cartel no es el problema, es solo uno de los medios por los que se expande el mismo. Si lo fuera, con pintar un par de bigotes y unas gafas, muchos problemas se verían solucionados.

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