4 ago 2009

El mejor regalo.


El día 2 de agosto cumplí 30 años y recibí muchas más felicitaciones de las que me podía esperar. (Un día después, todavía seguí recibiendo, puesto que siempre hay rezagados, que no despistados como yo, que tardo semanas en acordarme). Salí con ms amigos a cenar el sábado, mi madre me hizo una fabada y un pastel y acabé el día en la romería de Granda. Un día redondo, para empezar con buen pie la treintena.

Sin embargo, y de manera indirecta, recibí el mayor regalo que se me pudiera haber hecho (por supuesto, teniendo la amistad y el cariño de la gente que quiero y que me quiere por delante). A unos 700 kilómetros, entre el aeropuerto internacional de Cataluña y el hospital natal de los Estopa, se inauguraba el campo de fútbol Cornellà-El Prat, nueva casa del Espanyol de Barcelona. Mi casa.

Pocas veces suelo hablar de fútbol, porque pocas veces me suele interesar este deporte mercantilizado donde los haya y donde, salvo contadas excepciones –como este año con el Barcelona-, no suele ganar el mejor, si no el más rico. Sin embargo, sí entiendo las pasiones que levanta, la adrenalina gestionada en los momentos de intensa emoción y que se desprende a borbotones de la garganta, cuando se gana, o de los ojos, al perder o el sentimiento de pertenencia a una comunidad… porque, apartando los patrioterismos estúpidos, yo lo he vivido desde que era pequeño. Aunque, por supuesto, mi caso es especial.

Yo no soy de un equipo de fútbol común, es decir, ni me identifico con ninguno de mi tierra, ni con los grandes y publicitados equipos de la Liga, ni con ningún exitoso equipo extranjero. Mi equipo es el Espanyol. Y esa es la expresión correcta, porque yo, como cualquier aficionado de este club catalán, formo parte del equipo.

Me explico. El caso del Espanyol es único en el mundo: un equipo estigmatizado política y socialmente en su ciudad por considerar injustamente a sus seguidores de “fachas” o de “derecha española”, cuando sus bases han sido siempre proletarios barceloneses de pura cepa, frente al todopoderoso F.C. Barcelona –curiosamente, el equipo que más triunfos cosechó durante la dictadura franquista, fundado por emigrantes capitalistas y que cuenta con más aficionados fuera que dentro de la ciudad condal-. Sin apoyo institucional, ha cumplido 109 años gracias a su masa social incondicional, que se han mantenido fiel a sus jugadores ganaran, las menos veces, empataran o perdieran, hasta el punto de que nosotros, los espanyolistas, no consideramos al equipo como una entidad, si no como un sentimiento capaz de conmovernos, de movilizarnos, de enorgullecernos… de hacernos sentir parte de una resistencia que nos hace más fuertes ante las adversidades, que vienen a nuestro encuentro sí o sí. Es por esto que la afición del Espanyol no es el número 12 en los partidos de fútbol, como pueda ser la culé, la merengue, la bética, la atlética o la sportinguista; el equipo es la prolongación de la afición en el campo. Así, y a diferencia del resto de aficionados, nunca se verá a un perico silbar a su equipo mientras está jugando, si no que se mantendrá fiel a sus jugadores hasta que el partido termine, momento en que el espanyolista decide si su sentimiento ha sido bien defendido o no, y reacciona. A esto se lo denomina “la força d’un sentiment”, que es el lema del club.

Así se pudo ver cuando un equipo destrozado regresó a Barcelona después de perder las finales de la Copa de la UEFA en Leverkusen o en Glasgow, cuando descendieron en las promociones ante el Mallorca o el Málaga, o cuando alcanzaron la victoria de las Copas del Rey durante el Centenario de la entidad y, años más tarde, ante el Zaragoza. La afición periquita llenó las calles de Barcelona con sus colores azules y blancos en todos estos momentos. ¿Alguien se imagina a la afición del Atlético de Madrid salir a la calle para recibir a su equipo tras perder 3-0 una final?

Y así se pudo ver –quien lo intentó, porque el Espanyol no vende en los medios de comunicación y pasó desapercibido para el gran público- cuando, tras una desastrosa temporada, el equipo congregaba en el Estadio Olímpico de Monjuïc a cerca de 30.000 personas y sobre unos 10.000 en sus desplazamientos a Pamplona, Villareal, Soria, Madrid o Almería, a falta de diez jornadas para el final de la Liga y a ocho puntos de la salvación. Ante la sorpresa de propios y extraños –y ante la confianza ciega de jugadores y aficionados-, el equipo consiguió 25 de los 30 puntos posibles y quedó en 10ª posición, salvándose una jornada antes de que acabara la competición.

Lejos del colectivo me encontraba yo sufriendo los partidos por televisión y por internet, desesperado con la mala suerte de un equipo que jugaba al fútbol a las mil maravillas y, poco a poco, esperanzado cuando los goles comenzaron a llegar. Y acallé muchas risas de conocidos y vecinos que, en febrero, me cantaban en broma, pero convencidos, “A segunda, a segunda”, por no esconder nunca el orgullo que siento por mis colores.

He de reconocer que, cuando me aficioné a este equipo con seis o siete años, por la admiración que sentía hacia un portero camerunés, negro como el betún y vestido siempre con pantalones largos, llamado Thomy N’Kono, no sabía dónde me metía. Me habría sido más fácil ser del Madrid que gana, agachando la cabeza cuando pierde, o del Sporting de Gijón, que solo hay que serlo cuando va bien y uno puede desquitarse hasta con la alcaldesa cuando va mal. Seguí el camino difícil y, gracias a eso, he experimentado muchas más emociones positivas que cualquier persona que conozca, ya que nunca he tenido que avergonzarme por perder, ni tener que insultar a ningún contrario para reivindicar mi identidad.

Y, además, este cumpleaños, me siento feliz nuevamente: el esfuerzo del espanyolismo en conjunto, las buenas gestiones de unos rectores que, al fin, han empezado a mirar hacia las bases y han comprendido que la dirección en la que trabajar ha de ser única y en el sentido del sentimiento común de las bases futbolísticas y sociales, y la ilusión por comenzar a disfrutar de lo que somos sin pensar en lo que podemos ser o en lo que fuimos, han conseguido paliar los problemas que perseguían a la entidad -ser el único club de la Liga de Fútbol Profesional con superávit la temporada pasada, se nota-. Y, ahora, el Real Club Deportivo Espanyol de Barcelona tiene un magnífico campo de fútbol en propiedad y costeado, euro a euro, por la masa social, sin ayuda pública de ningún tipo.

Como dije, el mejor regalo de cumpleaños. No el campo, por supuesto. Si no sentirse orgulloso de lo que uno es.


1 ago 2009

30

Mañana cumplo 30 años. Aunque ya hace unos meses que tengo unas ganas tremendas por cambiar la cifra inicial de mi edad, así que más que un trauma me resulta un alivio. El 29 es una mala edad, incomprendida por el resto: los que tienen más, te tratan como un crío; los que tienen menos, como un carrocilla; y hay poca gente que tenga mi edad exacta y me puedan comprender. Sin embargo, supongo que poco o nada cambiará: los treinta también tendrán sus inconvenientes. Estoy a tiempo de descubrirlo, justo un año.

Hoy me he reencontrado con el vídeo musical del tema “Paraísos Artificiales”, de Eskorzo. Y me he visto cara a cara conmigo mismo en una mesa, ante una copa. Me parece una buena manera de hacer balance de lo que llevo vivido, rindiéndole cuentas a quien realmente le puede afectar: ese que se mira al espejo siempre que yo lo hago, se mira a mis ojos y se ríe conmigo.

He vivido mucho, cosas interesantes, divertidas y anecdóticas, de las que te hacen reír una y otra vez, a veces, tontamente –igual que me pasa cuando escucho el discordante nombre del lugar castrillonés de Raíces Nuevo, que me parte la bisagra- o de las que te ponen melancólico como cuando te encuentras fuera de la tierra y el ser feliz se te hace distante. Algunas felices, que vienen esbozadas en dibujos de niños que habían pasado desapercibidos entre el grupo, en forma de invitaciones desinteresadas a cenas de amigos, en llamadas telefónicas inesperadas de la mujer que me cautivó el alma o en conversaciones escritas los martes por la noche. Otras, tristes: el desencanto de una carrera corrupta, el desánimo ante la victoria del equipo que defiendes y que no te defiende a ti, la espera de la llamada de la mujer que se llevó consigo el alma o el sentirse vacío de ganas, o lleno de vitriolo, más allá del domingo por la tarde.

Sin embargo, lo que más me llama la atención de todo es la forma en la que yo he afectado a los demás. Durante mucho tiempo estuve convencido de que yo era de una forma: cabezón, gruñón, divertido, somnoliento, sarcástico, ilustrado –si bien, a la violeta, por supuesto-, tímido y parlanchín, miope y encantado de haberme conocido y convivido conmigo mismo. Tras el “me llamo Sergio”, venía todo lo demás en pequeñas dosis. Y, salvo la miopía, mis ideas sobre mí mismo han resultado ser tan subjetivas como las ideas que sobre mí mismo tienen los demás. No se podría explicar de otra forma que la huella que yo he dejado –y sigo dejando- en la gente que se cruzó en mi vida haya sido tan diferente según la persona que me ha tratado.

Supongo que este año, además de saber cómo me sientan los 30 y la treintena, será el momento de descubrir cómo les siento yo a los demás. Se me antoja muy divertido y quiero disfrutarlo plenamente.

Mientras tanto, seguiré esperando llamadas y llamando yo insistentemente, escribiendo los martes y tomando cafés siempre que se me proponga, vaciando el depósito de vitriolo en unas ocasiones y sumergiéndome en él en otras, jugando al liriu y trabajando en lo que la vida me depare.

Me apetece mucho tener 30 y seguir viviéndome.


"Paraísos artificiales", de Eskorzo.