9 abr 2009

Pasión por Sevilla

Estudié, en el colegio de curas al que fui, que la fe era una virtud y que, como virtud, requería un esfuerzo constante para mantenerla; como sus hermanas, la esperanza y la caridad. A mí nunca me cuadró bien esta idea y me mataba por comprender la religión que me enseñaban mis profesores o mi abuela Ramona. El resultado era que siempre suspendía la asignatura de religión, porque mis preguntas podían ser demasiado inoportunas e inquisidoras. En lugar de hacer como todos mis compañeros, que se aprendían de memoria el “Catecismín” del padre Bernardo, yo le daba vueltas al asunto y aquello llegaba a atormentarme.

Soy agnóstico gracias al padre Muiño, del que me siento orgulloso de haber sido alumno. Aquel gallego fue mi tutor varios años, mi primer profesor de inglés y quizá el mejor profesor de Historia que haya tenido. Tenía la costumbre de llevarnos de vez en cuando a la capilla a celebrar una breve eucaristía, que nosotros celebrábamos muchísimo, porque suponía que aquel día no iba a haber clase. Pero, llegando el momento de la comunión, yo me ponía muy nervioso, porque sabía que comulgar no estaba bien en mi caso: yo no creía en aquello que me estaba ofreciendo y lo hacía por no llamar la atención, no porque mi fe me impulsara a ello. Sin embargo, siempre aceptaba la oblea, como el resto niños, me arrodillaba, colocaba las manos delante de la cara en actitud de oraciones y, en lugar de rezar un padrenuestro, pensar en la suerte de poder celebrar mi fe o, simplemente, pasar el trago, yo me comía la cabeza: comulgando me estaba engañando a mí mismo, a mis compañeros y al padre Muiño.

Eran problemas de conciencia de un niño de once o doce años. Pero me sentía mal cuando tenía que pasar por aquel trance. Sin embargo, recuerdo que un día, ante la pregunta de un alumno sobre cómo sería la Vida Eterna, el padre Muiño nos dijo que no sabía con certeza, pero que deseaba que fuera ver a Dios, sentirlo como una luz que iluminase a cada uno en medida de sus acciones en la vida. Y, quizá fue una coincidencia, pero mirándome fijamente, remató: “Dios es tan justo que solo le importará el bien que hiciste a los demás, ya seas creyente o no”.

No volví a comulgar. A mis compañeros les decía que no me había confesado antes. Incluso otro cura me preguntó por qué no comulgaba nunca. Y, en 3º de BUP, después de tres años acudiendo a catequesis para confirmarme, dije a mis monitores que no iba a tomar el Sacramento. Yo no creía en Dios, no tenía fe, y hacerlo porque sí, solo era un desprecio para los verdaderos creyentes.

La noche del Jueves al Viernes Santo es la Noche de Pasión. Los cristianos celebran el prendimiento de Cristo por los romanos, tras la Santa Cena, y su último encuentro con su madre, la Virgen María, antes de ser conducido al Calvario, donde encontraría la muerte en la cruz. Como contrapunto a la iconoclastia de la reforma protestante, la Corona española decidió celebrar su catolicismo sacando las imágenes a las calles durante todas las celebraciones que fueran necesarias. Por supuesto, la Semana Santa, la mayor celebración del Cristianismo, no podía ser menos. Y los mayores artistas (escultores, orfebres, músicos, escritores, pintores) españoles desde el siglo XVI se consagraron a la causa. Y la gente se echó enfervorizada a la calle. Hasta hoy.

Desde hace unos cuantos años, todas las madrugadas del Viernes Santo, la cadena SER retransmite un programa llamado “Pasión por Sevilla”, donde los periodistas van narrando el paso de los tronos por determinados puntos clave de la capital andaluza. Llegado el momento, uno de los tronos, el de la Virgen Esperanza de Triana, se encuentra doblando una curva en una plaza, llamada popularmente “la Campana”, para meterse en la calle Sierpes y los cofrades entonan una salve para dar paso a una tormenta de clarines y trompetas llamada “Marcha de la Esperanza de Triana Coronada”: en ese momento, el capataz ordena a “sus valientes” levantar al cielo a la Señora para que la "roneen" y todo el paso se contonee. Y cuando la marcha interpreta sus acordes más tranquilos, la gente rompe a aplaudir y el trono a embocar la estrecha calle.

Por la radio solo se perciben sonidos: las voces de los reporteros y el capataz, los pasos de los cofrades, la música de la banda, los jaleos del público… Sin embargo, hay más ahí dentro. Se nota la emoción tremenda del momento místico compartido por miles de personas que tienen una cosa en común: fe.

Ese es el único momento del año en el que me planteo seriamente mi agnosticismo.

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