4 mar 2010

Invicta separatio.

Latinajo al canto, que hacía bastante que no metía ninguno.

El lunes conseguí ver, al fin, la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon, que narra la estudiada acción política de Nelson Mandela por atraer hacia sus políticas integradoras a la minoría blanca sudafricana, apasionada por un deporte, el rugby, relacionado por la gran mayoría negra con la opresión sufrida durante casi 50 años.

La película, de tan impecablemente contada, no llegó a emocionarme como esperaba, quizá porque no llegué a creerme nunca las bochornosas escenas de rugby exentas de la intensidad y flexibilidad de este, para mí, apasionante deporte. Teniendo en cuenta que su director fue el violento Harry, las melée estaban tan descafeinadas que se semejaban más a una agrupación de Moros y Cristianos jugando a tapar la calle con cuatro cazallas de más. Menos mal que no soy crítico de cine.

Sin embargo, la película me condujo a reflexionar sobre dos temas que descubrí en aquel 1995 cuando transcurre buena parte de la acción: el deporte del rugby y la sociedad sudafricana.

Del primer tema, tengo la oportunidad de disfrutar cada sábado en Teledeporte de algún partido suelto de la Heineken Cup o de la Guinnes Cup. Lejos de atraerme por sus patrocinadores, la máxima competición europea y la liga inglesa son suficientes motivos para mantenerme pegado a la pantalla del televisor. Ya haré el tercer tiempo por la noche.

Pero cuando pienso en el segundo tema, la pena de ver una tan enorme oportunidad histórica perdida, me llena de rabia. Veréis.

La separación (apartheid en lengua afrikaans) se produjo en el año 1948, cuando el Partido Nacional, mezcolanza de blancos bóers e ingleses, instauró un sistema judicial que denegaba el derecho al voto, a la libre circulación por el país y al acceso a una educación completa a los negros, así como su subordinación en la vida laboral, fiscal y social. Era totalmente cierto el rótulo de “playa para blancos; acceso restringido a negros y perros” de la playa de Durban que nos comimos en la primera edición del Telediario aquel día de febrero de 1990 que Nelson Mandela fue liberado, por orden del presidente de Klerk, de la cárcel de Pollsmoor (aunque será recordado el número 46664 que le fue asignado en su internamiento en la prisión de la isla Robben, donde estuvo apresado como terrorista internacional durante veinte años en un terrible régimen de reclusión).

Para defenderse de las presiones internacionales, los gobiernos blancos dividieron a la población en cuatro clases referentes a las razas: los blancos, los negros, los indios y los mestizos o “de color”. Y estipularon que solamente los blancos eran ciudadanos sudafricanos de pleno derecho, puesto que los indios eran inmigrantes con nacionalidades propias (procedían de la India, del Pakistán y de Bangladesh) y los negros y de color eran ciudadanos de otros estados independientes. Para sostener tal falacia, segregaron diez pequeños territorios que recibieron el nombre de Estados negros o bantustanes. Lo célebre del caso es que la comunidad internacional, inmersa en un fuerte movimiento de descolonización y por la polarización de la Guerra Fría, tragó.

La resistencia de los negros no se hizo esperar y, con preparados líderes e inspirados por los movimientos panafricanos del momento, creó el Congreso Nacional Africano y, después, un más extremista Partido Nacional Africano, que no dudaba en usar la violencia contra la minoría blanca. El encarnizamiento de las protestas supuso la reacción brutal del Gobierno sudafricano. Finalmente, ante las matanzas indiscriminadas en los suburbios, las Naciones Unidas decidió expulsar a la Unión Sudafricana, comenzando una marginación internacional que, salvo excepciones como Brasil, Chile o Israel, dejó aislado al país. La asfixia llegó hasta el punto de que sus deportistas no podían competir fuera de su país en los deportes olímpicos. De ahí procede la relevancia de los “Springboks”, la selección de rugby sudafricana, única que disputaba partidos en el exterior.

La liberación de Mandela y los pasos aperturistas del Presidente de Klerk llevaron a la International Rugby Board a aceptar el tantas veces rechazado proyecto de llevar el Mundial a tierras sudafricanas. El año 1995 habría de servir para demostrar al mundo cómo el país había logrado superar una difícil transición basada en el perdón y en la convivencia pacífica, como el desfile de la delegación olímpica bajo la bandera multicolor en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona había significado el reconocimiento del apoyo internacional a la causa. Y fue un éxito, tanto deportivo como político. Las medidas de Mandela y la colaboración del equipo como arma propagandística, sirvieron para mostrar al mundo la imagen de consolidación del cambio que el Gobierno buscaba y necesitaba.

Pero hasta aquí la gloria.

Sudáfrica vuelve a ser noticia por ser el primer país del continente negro que va a celebrar un Campeonato del Mundo de Fútbol, el deporte practicado por la gran mayoría negra, símbolo de la libertad y la justicia en tiempos de la segregación. Y una mirada a su estructura social, al que ya pudimos echar un vistazo el verano pasado con la Copa Confederaciones de Fútbol que la selección española disputó, nos permite intuir que su debilidad interna es proporcional a la debilidad de su equipo de fútbol.

Y esto porque, quince años más tarde, la división social sigue siendo la misma, manteniéndose la imagen de los suburbios de las grandes ciudades poblados de minúsculas chabolas, donde se hacinan 8 de cada 10 ciudadanos negros. La fractura económica es aún mayor, puesto que la renta de la población blanca quintuplica la de los negros, cuando con la segregación solo la triplicaba. Las grandes empresas de la primera economía africana (mueve el 25% del PIB del continente) están en manos del 9% de blancos, mientras que el 80% de negros alcanzan con suerte puestos en fábricas de transformación de bienes agropecuarios y minerales (el diamante que mantuvo vivo el apartheid durante 50 años, vía Delhi y Amberes) o en los cuadros inferiores de un hotel-safari. Pero donde más patente se encuentra esta diferencia social es en el SIDA: el 20% de la población negra es seropositiva, el 31% de las embarazas de 2005 tenía los anticuerpos del VIH y al rededor de 1.200.000 niños son huérfanos directos de la enfermedad.

Todo ello me llena, como escribí antes, de rabia ante una oportunidad revolucionaria perdida. La población negra se conformó con alcanzar unos derechos jurídicos que nunca antes habían tenido y con lograr que sus representantes consiguieran el poder político, legislando y gobernando para todos de una forma equitativa, tanto en los aciertos como en los errores (la cerrazón de Thabo Mbeki respecto al SIDA es digna de otra entrada e este blog). Pero la minoría blanca se cuidó muy mucho de salvaguardar sus intereses económicos y financieros.

Aunque quizá Sudáfrica solo sea un ejemplo colorista del mundo actual donde, como ante la lente de un microscopio, los ejemplares se colorean según sus agrupamientos. Los ricos, una pequeña minoría dominante, con tintura blanca. Los pobres, engañados o conformistas con sus derechos sociales y políticos nuevitos y relucientes, de tinte negro. Invicta separatio.

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