4 sept 2009

El leopardo de Sarawak.


Acabo de encontrar entre los montones de papeles que tengo en mi habitación, un librito de bolsillo que compré en los saldos de la sección de librería de El Corte Inglés a principios del año pasado, cuando un enrevesado horario laboral me hacía ir a trabajar a la ludoteca del Centro Municipal de Pumarín, que está al lado del centro comercial. Me había atraído la temática sobre historia victoriana y el precio (dos libros por 5 euros), aunque mis prejucios a cerca del autor hicieron que, hasta el último momento, estuviera en mi mano con el peligro de quedarse de nuevo en el estante. Luego olvidé este Los exploradores de la Reina y otros aventureros victorianos de César Vidal, 2001, hasta que apareció la noche del domingo, mientras buscaba otra cosa –que ahora no recuerdo y que temo no haber encontrado aún-.

El título explica a la perfección de qué trata el libro: once historias a cerca de cómo el impulso y la ambición personal favorecieron el crecimiento exponencial del Imperio Británico. Speke, Burton, Livingstone o Palgrave son nombres de sobra conocidos –al menos, para mí-. Pero me quedo de este libro, por lo sorpresivo, con el primer capítulo, dedicado a sir James Brooke.

Yo conocía este nombre gracias a las aventuras de Sandokán, el temible pirata malayo que fantaseó Emilio Salgari y que yo propondría como obligada lectura en el ciclo de educación primaria. James Brooke, el rajá blanco de Sarawak, era el malvado gobernador inglés que no cesaba en su empeño de atrapar y dar muerte al héroe de la aventura. Y con eso me había quedado. Pero este libro me ha mostrado otro sir James Brooke, el real, que nada tiene que ver con lo que su leyenda negra dice de él.

James Brooke era un inglés nacido en la India colonial que, tras ser herido en Birmania sirviendo en el ejército de Su Majestad y no pudiendo reincorporarse a filas a tiempo, buscó seguir sirviendo a su reina en los confines del mundo, por entonces, la isla de Borneo. Ganándose la confianza de las autoridades musulmanas de Brunei, fue nombrado rajá de la provincia de Sarawak y llevó a cabo un proceso modernizador que consiguió frenar la costumbre malaya del trabajo forzado en las minas, alcanzar la igualdad jurídica entre las diferentes castas y étnias –chinos, malayos, dayakos y europeos- de la región y el mantenimiento real de la misma, forjar un comercio libre de los bienes del país sin distinción de origen y, sobre todo, alejar de las costas de la isla la amenaza de la piratería. Gracias a sus reformas pacíficas y a su frontal y tajante oposición hacia la actividad pirata, Borneo se convirtió en un enclave próspero y rico, multiplicando su población tanto por la bajada de la mortalidad como por la llegada de emigrantes, hasta conseguir convertirse de facto en el dueño del territorio.

Lo más chocante es que no existe un pero achacable a su actitud. James Brooke no se enriqueció con su trabajo, puesto que vivió su vejez gracias a las donaciones de sus amigos y beneficiarios las cuales, además, fueron administradas por un comité independiente. James Brooke quiso en todo momento ceder sus posesiones a la Corona británica, pero el Parlamento y la Reina nunca quisieron hacerse cargo del territorio ni como colonia ni como protectorado. James Brooke no buscó enriquecer a sus allegados, hasta el punto que desheredó a su sobrino del título de rajá y cesó el negocio de su valedor en la City al enterarse de que en sus minas se practicaba el trabajo forzado y los salarios no eran dignos. Y James Brooke tampoco fue un sádico asesino que disfrutaba con la muerte de sus adversarios, como muestra que, tras el intento de invasión china a la ciudad de Kuching, capital de Sarawak, se desviviera para que el resto de étnias no pagara las culpas con la población china local.

Pese a todo ello, tuvo importantes detractores en el Parlamento y su nombre se vio metido en escándalos que saltaron a la prensa: fue acusado de mala gestión, de prevaricación y, quizá lo más injusto, de matar a inocentes malayos y chinos y hacerlos pasar por piratas para cobrar las recompensas ofrecidas por la Corona. De todas las acusaciones salió triunfante, incluso tras una investigación que desplazó a una comisión parlamentaria hasta Borneo, en la que se recogieron testimonios a favor hasta de los principales enemigos británicos en la zona, los holandeses, que reconocieron la gran labor de Brooke para desinfectar los mares de piratas.

Fue en esos momentos de acusaciones, cuando Salgari se hizo eco de la fama de Brooke para caracterizarlo como el malvado Leopardo de Sarawak que se enfrentaba a muerte al pirata bueno Sandokán, el Tigre de Malasia. Pasa con muchos personajes históricos que la Historia no hace justicia a sus méritos reales y acaban siendo vituperados, como Nerón, o ensalzados, como el Cid, al atender únicamente a las fuentes más populares en lugar de profundizar más allá y de una forma objetiva.

Sirva el relato de Salgari, al menos, para que la figura de este hombre no sea olvidada del todo. Aunque, por mi parte, la próxima vez que vea la magnífica Lord Jim, basada en el relato de Joseph Conrad e interpretada magistralmente por Peter O’Toole, haré lo posible por escuchar Brooke en lugar de Burke, nombre del protagonista. No sé, quizá este juego de palabras no sea del todo coincidencia.


Brooke según Salgari.

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