23 jul 2009

El castillo y la llave.

Hoy jueves, escuchaba una tertulia de la cadena televisiva Intereconomía llamada “Fuego Cruzado”, donde los invitados comentaban abiertamente sus opiniones sobre la reciente visita del Ministro de Asuntos Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, al Peñón de Gibraltar, primera de este tipo desde la anexión británica, allá hace casi 300 años, del territorio peninsular.

La truculenta y, en ocasiones, disparatada historia de este pedazo de tierra supongo que es bien conocida: un ejército anglo-holandés lo toma en 1704, en nombre del archiduque Carlos de Austria, pero los ingleses mantienen su posición hasta que finaliza la Guerra de Sucesión Española en 1713, consiguiendo de su enemigo, el rey Felipe V, la concesión del castillo, las guarniciones y el puerto de Gibraltar, que pasarían a la Corona inglesa en forma de colonia. El territorio legal se amplia sucesivamente gracias a la incapacidad española de facto ante la superioridad británica, con anexiones que el Derecho Internacional ha condenado en repetidas ocasiones: primero con las aguas circundantes y, en 1908, con la creación de una verja 800 metros dentro del territorio neutral.

Siempre se ha utilizado en España para tratar este tema el concepto “Soberanía Nacional”, cuando se trata, simple y llanamente, de una cuestión de sentimiento nacionalista, de ese tan ocultado y, sin embargo, tan patente nacionalismo españolista que se ha impuesto en los últimos siglos en este Estado. Como muestra de este complejo, negaba Santiago Vela –uno de los contertulios intereconómicos- la mayor, es decir, que no era una cuestión de nacionalismo, si no de soberanía, para pasar seguidamente a decir que, y cito textualmente, “No puede haber ningún español de bien, que no considere que Gibraltar es español”. Es una fórmula similar a la de que el idioma catalán se impone a la sociedad, mientras que el español es el idioma común, cuando en la Constitución española se impone como obligatorio el conocimiento del segundo. O como cuando la gente se rasga las vestiduras al ver que el himno nacional es silbado por el público catalano-vasco asistente a un partido de fútbol, tomándolo como una cuestión de deshonor, pero sin embargo se ríe con el gracejo andaluz cuando, el mismo himno, se tararea con un sonoro “lolo-lolo” en el campo del Betis, por ejemplo.

Como habla la misma Constitución española, la Soberanía Nacional recae sobre el pueblo. Es decir, en España, la Soberanía es popular, porque somos una democracia, donde los Poderes Públicos están en función de los criterios de los ciudadanos. Los gibraltareños no refrendaron esta Constitución, si no que son sumamente felices con su estatus de Territorio Británico de Ultramar, bajo el mando ejecutivo de un Gobernador nombrado por el monarca inglés y un Ministro Principal elegidos por los habitantes (Robert Fulton y Peter Caruana, respectivamente en este momento). Y puedo decir que son sumamente felices, porque en 2002 tuvieron la oportunidad de contestar a la siguiente pregunta “¿Aprueba el principio de que el Reino Unido y España compartan la soberanía de Gibraltar?”, en un referéndum (palabra tan denostada por el nacionalismo español y, sin embargo, base y fundamento de toda democracia consultiva) que tuvo como resultado un aplastante 99% de noes entre los votantes (solo 187 gibraltareños votaron que sí). Es un argumento totalmente nacionalista y muy alejado de toda razón, que no se tenga en cuenta la consideración del pueblo gibraltareño sobre su presente y su futuro. Y este hecho no se puede ver restado en sus implicaciones de negación respecto a España incluso alegando consideraciones de tipo económico –es un paraíso fiscal y los habitantes, al pasar a ser españoles, perderían esas prebendas-, social –la tasa de paro es inexistente, en comparación a las localidades vecinas del Campo de Gibraltar-, geográfico –los estados modernos presentan un continuum territorial más o menos homogéneo- o histórico –el estatus colonial es una forma de gobierno del pasado-. Da igual: los gibraltareños quieren seguir siendo británicos en estas condiciones que son las que tienen ahora mismo, las que la Historia les ha otorgado, de la misma forma que un ceutí, un melillense o un canario no se plantean integrarse en Marruecos, aunque el nacionalismo alaoui se esfuerce en ello. Desoír esto, es decir, intentar someter al pueblo gibraltareño a la fuerza, es anticonstitucional, precisamente por temas de Soberanía Nacional que, como dije antes, en España, recae en el pueblo.

Por otra parte, las protestas del Partido Popular ante la visita de Moratinos son, además de recalcitrantes, de una cortedad de miras absoluta. 300 años de una política de no cooperación con el Reino Unido en el tema de Gibraltar, quedando como únicas medidas de acción la frase “Gibraltar español” y el cierre a cualquier tipo de diálogo, han dado como resultado un fracaso total. Parece que no se dan cuenta de que el peso específico de España en la comunidad internacional ha sido, precisamente desde principios del siglo XVIII, bastante limitado; mucho más, en comparación con el de Inglaterra, primero, y el Reino Unido, después. Sin embargo, la expansión del nacionalismo español se ha valido siempre de su principal arma, el idioma, que ha sido utilizado como aglutinador de un imperialismo económico y, en menor medida, político. Y esa es la intención del Gobierno español actual: fundir ambas culturas mediante el idioma, que cada vez existan menos diferencias sociales a ambos lados de la verja, que triunfe el eufemismo “Gibraltar y el Campo de Gibraltar” como espacio de cooperación, etc. La próxima creación de un Instituto Cervantes en el Peñón deja a las claras este tema. Y, lo mejor para el nacionalismo español, es que el Reino Unido no tendrá armas similares para combatirlo –aunque el inglés sea el idioma imperante en el mundo, gracias a su antiguo imperio, se encuentra en recesión respecto al español-.

No sé hasta qué punto triunfarán estas intenciones, pero siempre he dicho que la palabra, mientras no sea impuesta, será mejor que la cerrazón, y si los gibraltareños se acercan a España gracias a un idioma que ham acogido en buena medida, me parecería estupendo.

De momento, no dudo ni cuestiono el valor del sentimiento británico del gibraltareño, ni me escandaliza que las únicas banderas que se veían en los balcones de las casas de la colonia fueran la Union Jack y la del castillo y la llave. Son precisamente los gibraltareños, los dueños de esa llave.

Aunque esto me valga para que se me tache de que no soy un español de bien.

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