14 ene 2010

La memoria haitiana.

Haití es un país peculiar.

No solo por su disposición privilegiada en la región occidental de la isla de Santo Domingo, que comparte con la República Dominicana, que hace disfrutar a sus gentes y visitantes de un magnífico clima tropical durante todo el año.

No solo por el magnífico legado cultural que años de colonización francesa mezclados con las tradiciones africanas de los esclavos han dejado en los cascos urbanos de Govaines o Puerto Príncipe, la capital, donde se respira un ambiente tan criollo como el idioma oficial del país, tan heterogéneo como la mezcla de catolicismo y vudú que practican sus gentes.

No solo por contar en su territorio con la fortaleza más grande del hemisferio occidental, la Ciudadela de Laferrière, designada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

No solo por ser la patria de los bucaneros, que se reunían en la norteña isla de la Tortuga a asar los jabalíes locales mientras esperaban asaltar los barcos españoles que surcaban las aguas caribeñas.

No solo por ser el primer Estado independiente surgido de la Revolución francesa y gobernado por los antiguos esclavos negros.

No. Haití es un país peculiar porque nadie se acuerda de él hasta que ocurre una catástrofe. Se podría decir que esto ocurre con todos los países pobres, aquellos cuyos habitantes no se preocupan de tener la calificación AAA en el ráting Ficht, si no que se desviven por sobrevivir con menos de 2 dólares al día, gobernados por unos dirigentes completamente ajenos a otros problemas que no sean los suyos particulares. Pero el caso de Haití es más flagrante.

A apenas 500 millas de los Estados Unidos, el país más desarrollado del mundo, la gente se muere de hambre. No solo hoy, después de que un terremoto asolara la zona, sin que aún se sepan el número de víctimas mortales (toda la población ha sido víctima) ni la cuantía de las pérdidas materiales, puesto que las comunicaciones, ya de por sí precarias, se han colapsado y no hay siquiera líneas telefónicas viables, en plena era de internet. La semana pasada, los haitianos medios que vivían con una renta anual de 600 dólares (lo que vale una estancia de un par de días en la playa dominicana de Boca Chica), lo hacían con la esperanza de que, al día siguiente, la situación no fuera peor.

Ahora todo es buena voluntad. Mal de este primer mundo donde vivimos, nos sentimos culpables cuando vemos a niños morirse de hambre, a ancianos aplastados por grandes piezas de cemento o a riadas de personas huir de unas grandes inundaciones, con la angustia en la mirada de saber que han perdido lo que no tenían. Pero nos sentimos bien sabiendo que nuestros cinco euros donados a la oenegé de turno (por supuesto, de contrastada reputación, no vaya a ser que no lleguen a su justo destino) van a ayudar para construir una fuente de agua potable o levantar un recinto prefabricado donde los niños aprendan a leer. Intentamos compensar nuestra indiferencia, como intentamos comprar la felicidad, la comodidad o las sonrisas. Y, con la conciencia tranquila, cual si fuera un programa de la radio que pasa del tema dramático a la publicidad descarada, nos vamos al Corte Inglés a comprar esa bufanda de cachemira que tanta falta nos hace.

Pero la mayor particularidad de Haití, no es que nadie se acuerde de él. Su mayor virtud es la de pasar al olvido muy rápidamente. Hace unos años, una tremenda masacre, tras el derrocamiento del presidente Aristide, hizo que intervinieran los cascos azules de las Naciones Unidas. En los altercados murió haciendo su trabajo el periodista español Ricardo Ortega. Pero del tema poca gente se acuerda con claridad. Si no fuera por este dato, habría sido otro conflicto más de los que hay tantos al cabo del año. De las terribles inundaciones de hace dos años, nada de nada.

Apuesto cualquier cosa a que, en cuatro meses, Haití habrá pasado al plano del olvido, superada por la inmediatez informativa de otras catástrofes naturales o artificiales, dejando a las claras que la mayor de todas, la desigualdad entre pueblos y personas, ni es noticia ni siquiera es importante. La indiferencia es peor que cualquier terremoto.

Hasta la próxima, Haití.

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